Dicen que Nueva York es la ciudad que nunca duerme. Cualquiera que no haya pasado una temporada en el estado norteamericano de Nueva York podría pensar que es algo exagerado decir que Manhattan nunca duerme, pero, los que hemos sido testigos de esa verdad, sabemos bien que la frase es literalmente correcta y acertada. Una vez, hace muchos años, me ocurrió algo que sólo habría podido pasarme en Nueva York, precisamente por esa cualidad de ser una ciudad que de noche tiene tanta actividad como en el día. Trabajaba en las noches, casi hasta amanecer, usualmente llegaba a casa entre las tres y media a cinco de la madrugada. Alguien me avisó que mi familia me había enviado algunas cartas con una chica cuya madre era amiga de mis parientes. Me dieron la dirección y decidí que la buscaría al día siguiente, porque ella también trabajaba en la noche, según me informaron, creo que en un restaurante. El asunto es que esa noche salí de trabajar muy temprano y, por alguna razón que no recuerdo, me fui a dormir antes de la hora acostumbrada, lo que era muy raro que hiciera. Regularmente me dormía a las siete y pico o a las ocho y media de la mañana, después de ver las noticias en televisión y enterarme como estaría el clima para aquel día, y casi siempre despertaba como a las una y media o dos de la tarde y en lo que me preparaba para salir a la calle ya eran cerca de las cuatro y en el invierno, a veces, veía caer la tarde y a las cinco y pico ya estaba oscureciendo, si encima estaba nublado o nevando podía tornarse muy oscuro antes de las seis. Aquel día me levanté emocionado con la idea de ir a recoger las cartas de mis familiares, así que me bañé y me cambié a toda prisa, despertando a mi amigo antes de salir del apartamento, para que supiera que me iría solo y nos juntaríamos en el trabajo. Lo nublado del cielo presagiaba un aguacero… debía acelerar el paso. A las cuatro y pico ya estaba en el tren y alrededor de las cinco estaba en el lobby del edificio donde residía la antigua vecina de mis parientes, a quien conocía desde hacía años y, aunque ambos sabíamos muy bien quien era el otro, no existía tanta confianza entre los dos, porque cuando vivíamos en Santo Domingo apenas cruzábamos saludos si coincidíamos en la casa de mis familiares y quizás sostuvimos una que otra conversación breve y trivial en dos o tres ocasiones. Aún así, estaba seguro de que nos reconoceríamos de inmediato. Al llegar al lobby, me encuentro con la sorpresa de que el encargado de la seguridad del edificio no quiere dejarme entrar a esa hora, porque, según él, la mayoría de la gente que vivía allí trabajaba en la noche y a esa hora estaba descansando. Yo sabía que sí, que los que trabajaban de noche dormían en la tarde, pero, le decía que eran casi las cinco, una hora más que apropiada para que yo pudiera visitar a aquella amiga de la familia. Intercambiamos unos cuantos argumentos y hasta llegué a mostrarme algo indignado e irritado con la actitud intransigente del individuo. Al final accedió algo inconforme a llamar a la chica por teléfono y ella dio el permiso de dejarme pasar. Subí por el ascensor al apartamento de la chica y... efectivamente, ella había estado durmiendo y hasta me abrió la puerta en pijamas. Me saludó con mucho cariño, le conté lo del tipo de la seguridad y dijo que sí, que aquello era normal, pero que no le diera mente al asunto. Nos sentamos un rato, ella buscó las cartas y me las entregó, nos pusimos a relatar historias acerca de nuestras respectivas aventuras en la Gran Manzana y, de repente... no podía creer lo que veían mis ojos a través de la ventana. La luz solar iluminaba la pared del edificio contiguo. Mis pensamientos se turbaron por unos segundos. Comencé a enlazar el suceso con el tipo del lobby, el hecho de que la chica estuviera durmiendo y aquella luz solar que brillaba tan fuerte y clara en la pared del edificio de al lado a las seis de la tarde... La realidad golpeó mi rostro inmisericordemente y de pronto me sentí tan ridículamente torpe. Eran las seis de la mañana y no las seis de la tarde como yo creía. Todo fue tan repentinamente extraño que no supe lo que correspondía hacer y eso sí que me desconcertaba, porque hasta aquel día yo siempre creía que sabía lo que debía hacer en todas las situaciones. Me puse de pie repentinamente, quería salir corriendo de allí y permitir que mi anfitriona descansara. Le agradecí la entrega de las cartas y su hospitalidad, `´pidiéndole disculpas por la molestias causadas, pero ella dijo que no era ninguna molestia y que debíamos juntarnos otra vez. Al bajar al lobby, el seguridad me miró casi acusadoramente y, ya entendía su actitud, le agradecí el haberme facilitado mi misión, pero, estaba tan sorprendido con lo ocurrido que no atiné a intentar siquiera darle una explicación del porqué de mi actitud anterior. Me conformé con verlo cambiar de gesto, de acusador a comprensivo, luego de ver las cartas en mi mano. Los inmigrantes sabían bien lo que esas cartas significaban para otro inmigrante en la Gran Manzana. Tomé el tren de regreso a casa, y una vez llegué al apartamento, mi amigo me relató que cuando él salió a la calle ya se estaba haciendo de día y se devolvió entendiendo mi confusión de horarios. Nos reímos juntos de aquel suceso y volvimos a dormirnos. No volví a visitar a la chica, no he vuelto a verla desde entonces, pero, si la vuelvo a ver, seguro le contaré lo que verdaderamente pasó aquella vez que la visité de madrugada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Si lo dices...sabré qué piensas.