domingo, 17 de septiembre de 2017

Visita madrugadora.

Dicen que Nueva York es la ciudad que nunca duerme. Cualquiera que no haya pasado una temporada en el estado norteamericano de Nueva York podría pensar que es algo exagerado decir que Manhattan nunca duerme, pero, los que hemos sido testigos de esa verdad, sabemos bien que la frase es literalmente correcta y acertada. Una vez, hace muchos años, me ocurrió algo que sólo habría podido pasarme en Nueva York, precisamente por esa cualidad de ser una ciudad que de noche tiene tanta actividad como en el día. Trabajaba en las noches, casi hasta amanecer, usualmente llegaba a casa entre las tres y media a cinco de la madrugada. Alguien me avisó que  mi familia me había enviado algunas cartas con una chica cuya madre era amiga de  mis parientes. Me dieron la dirección y decidí que la buscaría al día siguiente, porque ella también trabajaba en la noche, según me informaron, creo que en un restaurante. El asunto es que esa noche salí de trabajar muy temprano y, por alguna razón que no recuerdo, me fui a dormir antes de la hora acostumbrada, lo que era muy raro que hiciera. Regularmente me dormía a las siete y pico o a las ocho y media de la mañana, después de ver las noticias en televisión y enterarme como estaría el clima para aquel día, y casi siempre despertaba como a las una y media o dos de la tarde y en lo que me preparaba para salir a la calle ya eran cerca de las cuatro y en el invierno, a veces, veía caer la tarde y a las cinco y pico ya estaba oscureciendo, si encima estaba nublado o nevando podía tornarse muy oscuro antes de las seis. Aquel día me levanté emocionado con la idea de ir a recoger las cartas de mis familiares, así que me bañé y me cambié a toda prisa, despertando a mi amigo antes de salir del apartamento, para que supiera que me iría solo y nos juntaríamos en el trabajo. Lo nublado del cielo presagiaba un aguacero… debía acelerar el paso. A las cuatro y pico ya estaba en el tren y alrededor de las cinco estaba en el lobby del edificio donde residía la antigua vecina de mis parientes, a quien conocía desde hacía años y, aunque ambos sabíamos muy bien quien era el otro, no existía tanta confianza entre los dos, porque cuando vivíamos en Santo Domingo apenas cruzábamos saludos si coincidíamos en la casa de mis familiares y quizás sostuvimos una que otra conversación breve y trivial en dos o tres ocasiones. Aún así, estaba seguro de que nos reconoceríamos de inmediato.  Al llegar al lobby, me encuentro con la sorpresa de que el encargado de la seguridad del edificio no quiere dejarme entrar a esa hora, porque, según él, la mayoría de la gente que vivía allí trabajaba en la noche y a esa hora estaba descansando. Yo sabía que sí, que los que trabajaban de noche dormían en la tarde, pero, le decía que eran casi las cinco, una hora más que apropiada para que yo pudiera visitar a aquella amiga de la familia. Intercambiamos  unos cuantos argumentos y hasta llegué a mostrarme algo indignado e irritado con la actitud intransigente del individuo. Al final accedió algo inconforme a llamar a la chica por teléfono y ella dio el permiso de dejarme pasar. Subí por el ascensor al apartamento de la chica y... efectivamente, ella había estado durmiendo y hasta me abrió la puerta en pijamas. Me saludó con mucho cariño, le conté lo del tipo de la seguridad y dijo que sí, que aquello era normal, pero que no le diera mente al asunto. Nos sentamos un rato, ella buscó las cartas y me las entregó, nos pusimos a relatar historias acerca de nuestras respectivas aventuras en la Gran Manzana y, de repente... no podía creer lo que veían mis ojos a través de la ventana. La luz solar iluminaba la pared del edificio contiguo. Mis pensamientos se turbaron por unos segundos. Comencé a enlazar el suceso con el tipo del lobby, el hecho de que la chica estuviera durmiendo y aquella luz solar que brillaba tan fuerte y clara en la pared del edificio de al lado a las seis de la tarde...  La realidad golpeó mi rostro inmisericordemente y de pronto me sentí tan ridículamente torpe. Eran las seis de la mañana y no las seis de la tarde como yo creía. Todo fue tan repentinamente extraño que no supe lo que correspondía hacer y eso sí que me desconcertaba, porque hasta aquel día yo siempre creía que sabía lo que debía hacer en todas las situaciones. Me puse de pie repentinamente, quería salir corriendo de allí y permitir que mi anfitriona descansara. Le agradecí la entrega de las cartas y su hospitalidad, `´pidiéndole  disculpas por la molestias causadas, pero ella dijo que no era ninguna molestia y que debíamos juntarnos otra vez. Al bajar al lobby, el seguridad me miró casi acusadoramente y,  ya entendía su actitud, le agradecí el haberme facilitado mi misión, pero, estaba tan sorprendido con lo ocurrido que no atiné a intentar siquiera darle una explicación del porqué de mi actitud anterior. Me conformé con verlo cambiar de gesto, de acusador a comprensivo,  luego de ver las cartas en mi mano. Los inmigrantes sabían bien lo que esas cartas significaban para otro inmigrante en la Gran Manzana. Tomé el tren de regreso a casa, y una vez llegué al apartamento, mi amigo me relató que cuando él salió a la calle ya se estaba haciendo de día y se devolvió entendiendo mi confusión de horarios. Nos reímos juntos de aquel suceso y volvimos a dormirnos. No volví a visitar a la chica, no he vuelto a verla desde entonces, pero, si la vuelvo a ver, seguro le contaré lo que verdaderamente pasó aquella vez que la visité de madrugada.

El maestro cruzacalles.

Esperó de pie en la esquina hasta que el semáforo cambió y los autos se detuvieron. Cruzó despacio la avenida caminando encima de las líneas que marcan el cruce de peatones, a su paso iba señalando a los conductores que debían respetar ese espacio diseñado para los transeúntes y llegaba al extremo de golpear con su regla el bonete del coche que encontraba infringiendo la ley al obstaculizar el paso peatonal. Arribó tranquilamente a la otra acera y al subir a la misma dio media vuelta y volvió a esperar a que el semáforo cambiara. El ruido de los carros al arrancar, el silbato del agente policial, venduteros, transeúntes… Nada parecía alterar los pensamientos profundos evocados por el anciano maestro que, ahora pensionado, insistía en educar a la gente de su nación a cualquier costo. Nuevos conductores a quienes educar, la misma avenida, la misma esquina. La luz roja indicó el alto a los choferes y una vez más, esgrimiendo su vieja regla con firmeza,  cruzó la avenida dispuesto a enseñar a sus conciudadanos que deben respetar el paso peatonal.

miércoles, 13 de septiembre de 2017

Diosa de almíbar.

Habría sido yo el fuego, paciente y sigiloso, moldeador de la espesura exuberante que define lo imponente de tu silueta divina… Tendría sentido cada segundo de esta bendecida vida mía al atestiguar la dulcificación del viento y su consistencia ante tu presencia, tornando los pulmones en panales de miel suspirantes por las transpiraciones que destila tu piel.

Quién fuera buñuelo sumergido en el suave candor esparcido en el rumbo abandonado y perdido que agoniza al mirar que te has ido y permanece inmutable esperando su fin cuan estela suspendida en la lozanía envolvente del entorno sutil que ornamenta tu existencia… Valdría la pena vivir ahogado en ti, que me sintieras así, siempre tan cerca, tan dentro de ti.

Fuera yo esa vasija transparente en que reposas ardiente al conformarse tu hechura, testimoniando el descenso de los grados elevados manejados por la majestuosidad de tu existir que se vuelve apetecible al paladar enterado por el aroma que evidencia tu llegada señorial al lugar predilecto del sabor eterno delimitado por el espacio que te contiene… Sublevaría mis fuerzas y voluntad para escapar del agua que amenazara con borrar los rastros de ti que quedaran en mí, haciéndome dulcemente feliz.

Dime diosa de almíbar… ¿qué debe hacer un ser humano para ser parte intrínseca de ti?


sábado, 2 de septiembre de 2017

El profesor que lloró.

Su llegada al salón de clases no pudo ser más oportuna. La profesora de idiomas se había marchado al extranjero, dejándonos impregnados de ese tipo de desazón que no se admite, porque se siente demasiado, y no se explica, porque los guerreros no rinden explicaciones ni aún a la propia vida. Atravesó el umbral que lo puso en nuestro territorio sin sospechar lo que viviría los próximos días de su vida. Su aspecto estrafalario, abstractamente desgarbado, tan flaco como las líneas blancas que separan los carriles para los automóviles en la carretera, lucía demasiado tranquilo para la ocasión… A leguas se veía que no sabía dónde había llegado. Supimos de inmediato que la directora le hubo manifestado acerca de la fama de indomables que nos perseguía por todo el colegio, pues pretendió hacernos creer que estábamos ante un tipo implacablemente rudo. ¡Vana ilusión! Solamente los profesores de mucha autoridad y carácter  osaban impartir docencia en aquel salón sin sentirse atemorizados por las constantes bromas de mis compañeros… bueno, sí, las mías también. Pero para aquel tiempo yo ostentaba un rango de teniente en comparación con los generales y coroneles del desorden que dirigían todas las travesuras del primero de bachillerato del colegio Nuestra Señora de Fátima. La mayoría de nosotros veníamos juntos desde primero o segundo de la primaria y nos conocíamos tanto que ni los baloncestistas de la NBA podían coordinar sus jugadas improvisadas tan bien como hacíamos nosotros con nuestras travesuras. Así que aquel nuevo profesor de inglés llegó justo a tiempo para desalojar al aburrimiento que se había mudado a nuestro curso desde que la profesora ya no estaba. Quiso demostrar una dureza que no tenía, subestimando la psicología de unos alumnos cuya especialidad no era el álgebra sino el caos y la anarquía. Los días fueron pasando y el profesor lentamente se fue ablandando como sucede a las habichuelas en el interior de una olla de presión. Primero fueron chistes a expensas de su lánguida figura; siguieron bromas acerca de su barba, su estatura, sus camisas que parecían ondear cuan bandera en el asta y su mirada que tornó de ruda a suplicante en tan sólo dos semanas. Cada travesura significaba una prueba para el nuevo profesor de inglés y no pudo aprobar ninguna. Los últimos tres días fueron el colmo de los colmos: los alumnos se ponían de pie e iban de un lado al otro del salón sin pedir permiso, si el "teacher" daba la espalda para escribir en el pizarrón, corría el riesgo de ser bombardeado por todo tipo de misiles: papeles, tizas y hasta borradores de los que usábamos en la pizarra y que él nunca encontraba en su lugar al llegar al aula. Decidí retirarme voluntariamente de la ejecución de travesuras, porque todo aquello representaba la exageración superlativa de la desobediencia estudiantil. Mis compañeros me tildaron de desertor, pero eso no me importaba, no sólo porque el profesor ya la estaba pasando exorbitantemente mal sino también porque mi padre jamás concebiría de buen modo si llegaran a darle tales referencias de mi conducta escolar. Además, las travesuras en manadas, carentes de incógnitas y presenciadas por todos, no formaban parte de mi repertorio. Así que llegó el día esperado, a casi un mes de su llegada a aquel campo de batalla, luego de un papelazo en la parte trasera de su cabeza,  el profesor volteó a mirarnos y comenzó a hablar pausadamente, pero no pudo prolongar su discurso por mucho tiempo. Dijo que éramos el peor curso de su historia de docente, que sentía vergüenza de lidiar con tales trogloditas y que él ya no podía aguantarnos un día más… entonces se puso a llorar desconsolado. El curso estalló en vítores de celebración estruendosa cuando el teacher de inglés salió apresurado y cabizbajo de aquel salón. Los genios del desorden celebraban una victoria más, pero yo no celebraba. Sabía que pagaríamos caro aquella osadía, que la directora Catalina Manzueta no nos exoneraría los castigos en el futuro cercano y que nuestros padres recibirían notas de invitación para escuchar sobre las conductas inapropiadas de sus vástagos. Por tales razones me había cambiado de asiento desde hacía una semana y media,  ubicándome tranquilamente en el lado en que se sentaban las chicas tranquilas y recatadas y los chicos buenos que nunca participaban en ninguna cosa mala. ¡Ay sí!, sabía que las cosas cambiarían en los próximos días. Mientras pensaba todo aquello, con la algarabía de varios de mis compañeros de fondo, observaba como se alejaba, con rumbo a la dirección, quien quedaría eternamente plasmado en la historia de nuestro colegio, bautizado con la lapidaria frase de: "el profesor que lloró".