sábado, 2 de septiembre de 2017

El profesor que lloró.

Su llegada al salón de clases no pudo ser más oportuna. La profesora de idiomas se había marchado al extranjero, dejándonos impregnados de ese tipo de desazón que no se admite, porque se siente demasiado, y no se explica, porque los guerreros no rinden explicaciones ni aún a la propia vida. Atravesó el umbral que lo puso en nuestro territorio sin sospechar lo que viviría los próximos días de su vida. Su aspecto estrafalario, abstractamente desgarbado, tan flaco como las líneas blancas que separan los carriles para los automóviles en la carretera, lucía demasiado tranquilo para la ocasión… A leguas se veía que no sabía dónde había llegado. Supimos de inmediato que la directora le hubo manifestado acerca de la fama de indomables que nos perseguía por todo el colegio, pues pretendió hacernos creer que estábamos ante un tipo implacablemente rudo. ¡Vana ilusión! Solamente los profesores de mucha autoridad y carácter  osaban impartir docencia en aquel salón sin sentirse atemorizados por las constantes bromas de mis compañeros… bueno, sí, las mías también. Pero para aquel tiempo yo ostentaba un rango de teniente en comparación con los generales y coroneles del desorden que dirigían todas las travesuras del primero de bachillerato del colegio Nuestra Señora de Fátima. La mayoría de nosotros veníamos juntos desde primero o segundo de la primaria y nos conocíamos tanto que ni los baloncestistas de la NBA podían coordinar sus jugadas improvisadas tan bien como hacíamos nosotros con nuestras travesuras. Así que aquel nuevo profesor de inglés llegó justo a tiempo para desalojar al aburrimiento que se había mudado a nuestro curso desde que la profesora ya no estaba. Quiso demostrar una dureza que no tenía, subestimando la psicología de unos alumnos cuya especialidad no era el álgebra sino el caos y la anarquía. Los días fueron pasando y el profesor lentamente se fue ablandando como sucede a las habichuelas en el interior de una olla de presión. Primero fueron chistes a expensas de su lánguida figura; siguieron bromas acerca de su barba, su estatura, sus camisas que parecían ondear cuan bandera en el asta y su mirada que tornó de ruda a suplicante en tan sólo dos semanas. Cada travesura significaba una prueba para el nuevo profesor de inglés y no pudo aprobar ninguna. Los últimos tres días fueron el colmo de los colmos: los alumnos se ponían de pie e iban de un lado al otro del salón sin pedir permiso, si el "teacher" daba la espalda para escribir en el pizarrón, corría el riesgo de ser bombardeado por todo tipo de misiles: papeles, tizas y hasta borradores de los que usábamos en la pizarra y que él nunca encontraba en su lugar al llegar al aula. Decidí retirarme voluntariamente de la ejecución de travesuras, porque todo aquello representaba la exageración superlativa de la desobediencia estudiantil. Mis compañeros me tildaron de desertor, pero eso no me importaba, no sólo porque el profesor ya la estaba pasando exorbitantemente mal sino también porque mi padre jamás concebiría de buen modo si llegaran a darle tales referencias de mi conducta escolar. Además, las travesuras en manadas, carentes de incógnitas y presenciadas por todos, no formaban parte de mi repertorio. Así que llegó el día esperado, a casi un mes de su llegada a aquel campo de batalla, luego de un papelazo en la parte trasera de su cabeza,  el profesor volteó a mirarnos y comenzó a hablar pausadamente, pero no pudo prolongar su discurso por mucho tiempo. Dijo que éramos el peor curso de su historia de docente, que sentía vergüenza de lidiar con tales trogloditas y que él ya no podía aguantarnos un día más… entonces se puso a llorar desconsolado. El curso estalló en vítores de celebración estruendosa cuando el teacher de inglés salió apresurado y cabizbajo de aquel salón. Los genios del desorden celebraban una victoria más, pero yo no celebraba. Sabía que pagaríamos caro aquella osadía, que la directora Catalina Manzueta no nos exoneraría los castigos en el futuro cercano y que nuestros padres recibirían notas de invitación para escuchar sobre las conductas inapropiadas de sus vástagos. Por tales razones me había cambiado de asiento desde hacía una semana y media,  ubicándome tranquilamente en el lado en que se sentaban las chicas tranquilas y recatadas y los chicos buenos que nunca participaban en ninguna cosa mala. ¡Ay sí!, sabía que las cosas cambiarían en los próximos días. Mientras pensaba todo aquello, con la algarabía de varios de mis compañeros de fondo, observaba como se alejaba, con rumbo a la dirección, quien quedaría eternamente plasmado en la historia de nuestro colegio, bautizado con la lapidaria frase de: "el profesor que lloró".


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si lo dices...sabré qué piensas.