A las seis de la mañana llega el dueño del carro público debajo del cual durmió un perro viralata llamado Chibibín, porque hacía frío y cuando estacionaron el coche a media noche, pues se sentía calientito allí debajo. Aquel escondrijo sería algo así como un hotel de perros muy codiciado, así que tuvo que irse primero a las mordidas con otros perros rialengos cuyas pretensiones de compartir el calor del auto recién estacionado no fue bien recibido por Chibibín. Primero fue el portazo lo que lo hizo brincar desde el suelo y chocar la cabeza con el mófler, luego fue el estruendoso sonido del encendido de aquella vieja carcacha que retumbó en sus oídos, dejándolo atolondrado, pero no tanto como para impedir que saliera huyendo despavorido para el lado equivocado… un motorista desprevenido, chirrido de gomas… otro susto… mil maldiciones proferidas hacia el pobre perro y una alocada carrera hasta el primer callejón que percibió solo y tranquilo. Dos horas habían transcurrido desde el susto despertador de aquel viejo canino cuando por fin, debajo de una mata encontró la sombra para descansar de lo sucedido. Cansado, sofocado, todavía muy asustado, se dio perfecta cuenta que su normal día de perro viralata apenas había comenzado.
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