miércoles, 17 de julio de 2019

EL INTRUSO. (La lagartija).

Se había mudado sin ser invitado y en ocasiones hasta me hacía sentir que era yo quien tenía el descaro de haberme invitado a su propiedad... En cualquier momento salía con su ruido en la cocina o en la sala en el instante en que menos lo esperaba. A veces concentrado, escuchaba ese horripilante sonido cuan burla sarcástica que pretende hacerse graciosa a los oídos desprevenidos como  encontraba los míos. ¡Qué cuerda! Luego el tiempo pasó y ya solamente esperaba a que cualquier día se marchara: abrí por completo las persianas  de la cocina y las de la sala, lo ignoraba cada vez que escuchaba sus burlas ruidosas e intentaba hacerme creer a mí mismo que ese sería el último día. Después de varias semanas de espera, más de dos meses en total, ni siquiera sé  cuánto tiempo pasó, comencé a fraguar un plan definitivo para deshacerme del indeseable inquilino. Por ratos llegaban a mi memoria aquellos primos suyos que mis amigos y yo ensartábamos con los flecos pelados de las hojas de las ramas de matas de coco: nos les acercábamos silenciosos al verlos recostados en paredes solitarias, o en las matas de mango de la zona universitaria, en los tiempos en que solíamos marotear, y al mirarlos tan  tranquilos, amarrábamos el lazo en el arma elegida y… ¡zas! Allí quedaban enganchados, tornándose morados al paso de los segundos, y dejándome un sentido de culpabilidad que luego me llevaba a querer confesarme en la iglesia, lo cual no hacía, hasta que como a los once fui parte del coro de la parroquia de mi sector y me tocaba hacer el papel de los monaguillos: recoger las ofrendas, leer la biblia, etc. lo que impedía que en mi mente concibiera hacerle daño a esas pequeñas criaturas que, aunque feas, eran inofensivas. Lo hice sólo una vez, quizás dos… ¿¡yo qué sé?!, y otras tantas veces lo presencié, lo creí incorrecto, no se sentía bien. Por tales motivos llegué a pensar que se trataba de una venganza premeditada, pero ya no lo soportaba. Calculé que sería el próximo fin de semana cuando limpiaría la parte superior de los gabinetes de la cocina y arrojaría agua por doquier, sacudiendo y limpiando con mi escoba hasta que o saliera o... sí, estaba dispuesto a todo. Con decisión tan firme en la mente mi ser completo se llenó de una tranquilidad inesperada, como si ya el asunto estuviera resuelto, como si la vida volvía a ser mía y sólo a mí pertenecía. Esa noche salía de la cocina, como tantas otras veces sucede en mis madrugadas dedicadas a la escritura, escuché su ruido pero no me molestó, solamente miré en su dirección y le dije una sola palabra: ¡Vete! Más que una sentencia, fue una clara advertencia de lo que le convenía… él no sabía lo próximo que venía. En el fondo quería que se fuera, sin embargo, desvanecidas quedaron las esperanzas de que lo hiciera después de más de dos meses de espera. ¡Cosa curiosa!, esa madrugada se atrevió a caminar por las paredes de mi sala, hizo su ruidosa burla casi encima de mi cabeza y no le  presté atención, tal y como acostumbraba desde los días de mi decisión. Casi al amanecer fui a acostarme y escuché su ruido por última vez. Se escuchaba sin fuerzas, débil, tenue, casi susurrante... ¿Será que está muriendo?, fue lo que pensé. A lo mejor su alma de lagartija quería despedirse de mí y de mi cocina. No lo sé, de verdad no lo sé. lo cierto es que nunca más lo escuché.

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