Desde que llegó a la
casa en una de las bolsas plásticas de supermercado supe que sería inevitable
nuestro encuentro... y así sucedió. Se pasó la noche entera llamándome en la
distancia mientras yo procuraba escribir lo más rápido posible la tarea que
tenía encomendada. A media madrugada ocurrió lo que tantas otras veces ha
sucedido: me puse de pie con la excusa de estirar un poco mis piernas y brazos,
fui al baño sin intenciones específicas y al salir vacilé un poco, haciendo un
giro imprevisto y...allí iba yo rumbo a la cocina... abrí la alacena y extraje
aquel paquete en forma de tubo que se anunciaba como una de esas galletas
dulces redondas que por no ser tan voluminosas tienden a engañar al que se
atreve a consumirlas y... sí... ya puedes deducir el final. Al principio fueron
sólo dos, una confirmación de mis sospechas, luego otras dos para recordar con
exactitud lo que sentía en la infancia al consumirlas, aunque nunca fueron de
mis favoritas, luego otras dos porque la sensación fue agradable, para
celebrar... y otras dos para decidirme a cerrar el paquete y no regresar allí
en par de días. Sí eso es lo que haría. Al menos eso era en teoría. Volví a
escribir, más entusiasmado que antes, estuve a punto de abandonar pero seguí
hasta el próximo capítulo... ¡Cuánto esfuerzo! Eso merecía un premio, así que
fui de nuevo a la cocina y retiré el
resto del paquete de galletas que había dejado estratégicamente más cerca que
antes, encima de la nevera, al lado de la puerta de la cocina. Me retiré
sigiloso a la habitación, como no queriendo despertar sospecha del accionar
subrepticio en que había incurrido y...aquí estoy dedicando unas líneas a las
galletas que hicieron posible que terminara mis estudios esta madrugada.