Un amor indescriptiblemente fiel.
Una fiesta de bienvenida quizás no habría sido tan perfectamente completa
como la cálida recepción que ella me daba. Se mostraba complaciente, recorría
mis piernas, mis brazos, mi pecho, mi espalda… recorría todo lo que yo le daba
y aún lo que le negaba ella lo tomaba y sin permiso se adueñaba. No hubo
reproches de su parte, ningún tipo de reclamo por los años de ausencia. Parecía
estar segura de que el único que había perdido algo durante todo ese tiempo era
yo y, por más que intenté refutar esos pensamientos, no encontré suficientes
argumentos para siquiera causar una pequeña raspadura en la muralla donde luce
imponente la sentencia con que ella marca la vida mía: “Soy y seré para siempre
tu preferida”. Asirme del orgullo con que he ganado tantas batallas carecía de
sentido, negar que ella significa la prueba viviente de que un hombre como yo también
puede ser completamente fiel, a pesar de sus propias convicciones, más que una
muestra de innegable valentía, pondría en evidencia lo vulnerable de mis
razonamientos ante su presencia en mi existencia. Sí, lo admito. Durante diez
años intenté ignorarla, material y mentalmente intenté ignorarla. Eludía a
menudo el tocar la pelota que ella y yo compartimos en nuestros juegos, para no
pensar en aquellas madrugadas en que me desvestía presuroso con la impaciencia
de ser parte de ella, cuando vivía con y por ella, cuando sentía que la vida
nacía en ella cada día y que ella era mía… enteramente mía. Evité, durante
tantos años, los recuerdos de las noches en las cuales me alejaba de su lado,
contemplando a lo lejos como se apagaban las luces que la iluminaban, aunque
pocas veces me preguntaba si mis partidas le importaban. Evoqué sin querer aquellas
tardes en que tanta gente atestiguaba mi entrega desmedida a la pasión que ella
hacía desbordar en mi fisionomía… una intimidad invadida por conocidos y extraños
que contaban con nuestro mutuo consentimiento y, se hacían tan partícipes de
nuestra relación, que en incontables ocasiones manifestaban sus pareceres para
aconsejarme acerca de cómo ellos entendían que yo debía tratarla. Tantas veces
me obligó la diplomacia a agradecerles los consejos, otras veces fueron
recibidos con entusiasmo, pues comprendía que aquellas palabras eran sinceras,
francas y sinceras, que su contenido estaba cargado de buenos deseos hacia mi
relación con ella y merecía la pena que las tomara en cuenta. Pero, nadie sabía
en realidad lo que nos ataba, nadie supo nunca lo que por ella sentía, nadie
sabía que ella significa tanto y tanto para la vida mía. Por eso celebraba la tímida
sonrisa que provocaba en mi rostro su bienvenida, su cálida bienvenida, que me
transportaba de nuevo al nerviosismo inusitado de los albores de nuestra
relación. Los días incipientes de mi amor por ella, cuando me preguntaba si
aquello duraría mucho tiempo o sería sólo un ave pasajera con la que jugaría algunos
días y luego la dejaría allí, echada a un lado y olvidada, renacían en mi mente.
Tuve que decidir, en los días de mi adolescencia, entre ella y el béisbol, no
podía dividirme por más tiempo entre los dos, ella reclamaba toda mi energía y
me ofrecía a cambio la satisfacción de hacerme sentir la plenitud de poseer lo
abstracto, de ser dueño de lo intangible y propietario de lo que es imposible
plasmar con palabras… un amor indescriptiblemente fiel. Gracias a Dios que en
aquellos días mi padre no hizo comentario alguno acerca de los “clavos”, marca
“Puma”, que me había comprado y que solamente usé por dos o tres meses antes de
dejarlos tirados en una esquina del clóset, cuando decidí vivir por y para
ella. Vendí mi guante, regalé mi guantilla, corté los pantalones del uniforme
para hacerme unos “shorts” con los cuales ejercitarme en mi hogar y… adiós
béisbol. Tenía un nuevo amor, que ya no era tan nuevo, pero, que se renovaba
cada día y ese simple detalle me estremecía. Fueron veintiséis años de amores
los que tuvimos, tiempo en el cual aprendí a entenderla como no he podido
hacerlo con ninguna mujer. Dos o tres veces me alejé por días, meses o hasta
algunos años, pero nunca la olvidé, la tuve presente en todo lo que hacía y
siempre pensaba en prepararme para cuando la tuviera de nuevo llenando mis días.
Esa mañana, cuando regresaba a su lado después de una década de descuidarla, de
visitarla apenas unas tres o cuatro veces y marcharme sin darle esperanzas ni
explicaciones, volvía a buscarla sin saber cómo me recibiría. Cada paso con que
me acercaba era una gota más que rebozaba el cúmulo de emociones que aquel
encuentro representaba en mi hoja de vida. Llegué a su lado, me quité la ropa y
sólo conservé el traje de baño que en mi casa me había puesto, como una forma
de presagiar lo afable de aquel recibimiento. Caminé hacia su orilla desde la
cual salté a sus profundidades, la sentí un poco fría, pensé que era lo normal
en enero y, a las primeras brazadas, comprobé con complacencia que ella me correspondía,
que en ella me deslizaba con tanta facilidad como siempre lo hacía y que sí,
ella sería para siempre la prueba más fehaciente de mi fidelidad al amor que
guardo en mi interior, pero, que puede ser visto por todos. Ella es parte
inherente de mí, he comprobado lo que siempre sabía, soy y siempre seré fiel a
una de las relaciones más sólidas y duraderas que ha conocido la vida mía… mi
fiel amor a la natación en el agua de la piscina.