lunes, 17 de septiembre de 2018

Mi amigo Juan.

A mediados de los años ochenta ocurrieron grandes cambios en la cultura general de la República Dominicana: la música, modas, el aumento de la emigración dominicana a playas extranjeras y un supuesto nacimiento de la verdadera democracia en nuestra nación, fueron algunos de los giros más trascendentales de la época. Sin embargo, hubo un factor determinante que selló el destino de la isla quisqueyana y que aún prevalece hasta nuestros días: la pobreza alcanzó niveles alarmantes y la desigualdad social se tornó tan evidente como el sol tropical que broncea la piel de cada dominicano en su diario peregrinar. La revuelta social ocurrida en abril de 1984, luego de la firma del gobierno dominicano con el Fondo Monetario Internacional (F.M.I.) que provocó que los alimentos de la canasta familiar elevaran sus precios por las nubes, razón por la que el pueblo se lanzó a las calles a protestar y miles de dominicanos perdieron sus vidas a manos del ejército que debía protegerlos. ¡Una masacre despiadadamente bestial! Después de aquel abril el pueblo dominicano nunca volvió a ser igual. Pasamos colectivamente de ser una nación valiente, unida y armoniosamente feliz a ser un grupo de personas que lucha individualmente por sus propios intereses sin importarle demasiado el porvenir de los demás. Fue así como la pobreza desempacó sus maletas y se mudó de forma permanente a las calles de Santo Domingo, mi ciudad natal, e invadió las riberas del río Ozama.
Confieso que hasta aquellos días yo pensaba que ser pobre significaba que no podían comprarse objetos de lujo ni estudiar en colegios privados ni exhibir joyas u otros adornos que costaban mucho pero valían poco. Sí, a mis catorce años de edad ignoraba cuan pobre podía ser un dominicano… me tocó averiguarlo de mala manera. En el equipo de natación al cual yo pertenecía entrenaban jóvenes de diversas clases sociales, pero uno no se enteraba de la condición real de cada cual porque todo lo que usábamos era un traje de baño deportivo y nada más. Algunos usaban gorros, otros entrenaban con chapaletas de vez en cuando, pero en el agua todos éramos iguales y nadábamos por nuestro equipo, por nuestro deporte y por nuestra nación. Uno de mis compañeros de equipo, de nombre Juan Manuel, con quien me llevaba muy bien, tenía el privilegio de competir con los mejores atletas en el grupo de once a doce años de edad y de verdad que daba gusto verlo nadar. Nadaba con agallas e imprimía coraje a cada brazada. ¡Ese chico sabía hacerse respetar! En las competencias obtenía medallas y buenos lugares que ponían en la pizarra de posiciones al nombre del equipo que representábamos y me sentía orgulloso de tenerlo por amigo. En cierta ocasión Juan Manuel faltó a prácticas por más de una semana y eso no era normal. Pasados los primeros días comenzamos a extrañarlo y fue allí cuando me di cuenta que en realidad no sabía su dirección correcta ni su número telefónico y por lo tanto no sabía cómo contactarlo. Es que pasábamos tantas horas entrenando en la piscina que casi ni teníamos tiempo de hacer otras cosas que no fuera hacer las tareas de la escuela. La competencia nacional se acercaba y Juan Manuel no daba señales de vida, así que le comuniqué a mi entrenador que indagaría acerca de su paradero a lo que él asintió. Preguntando a algunos de los muchachos de otros equipos supe que Juan Manuel vivía en la calle 29 del ensanche La Fe. Caminé hacia aquel sector, porque estaba cerca del centro olímpico Juan Pablo Duarte, lugar donde quedaba la piscina en la cual entrenábamos. Después de mucho preguntar llegué a una casucha de madera algo desvencijada y pensé que me habían suministrado la dirección equivocada. Penetré por un callejón que conducía al patio trasero de aquella maltrecha vivienda y, debajo de un árbol, sentado en una banqueta, cabizbajo y pensativo, encontré a mi amigo. Al principio miró incrédulo hacia dónde yo me encontraba, acto seguido se puso de pie y corrió a mi lado dándome un fuerte abrazo mientras me preguntaba qué buscaba por aquellos lares. Obviamente no se creía merecedor de que alguien lo fuera a buscar. Abría los ojos sorprendido al escuchar que todos en la piscina lo extrañaban y preguntaban por él, que todos lo habíamos echado de menos. Llegó el momento de preguntarle por cuál razón había faltado tantos días y mientras escuchaba las palabras que le decía él miraba incesantemente hacia una puerta abierta en la parte trasera de la vivienda en la que su familia habitaba. No pude evitar voltear a mirar lo que llamaba su atención sólo para descubrir que la puerta conducía a una pequeña habitación que parecía una cocina. Al voltear de nuevo en dirección a mi amigo lo encontré mirándome a los ojos y me dijo en tono solemne: "En esa cocina no se ha encendido ni un anafe en esta semana". Me costó trabajo asimilar lo que escuchaba, porque en el fondo de mi alma no quería creer que mis deducciones fueran ciertas. Juan Manuel se desbordó contando su tragedia como si estuviera necesitado de ser escuchado. Dijo que comía por la caridad de una que otra vecina que a veces le pasaba un plato no muy grande con algo de comida, que se acostaba sin cenar y pocas veces desayunaba, en fin, que la vida era muy dura y cruel con él. Al final confesó que amaba la natación pero que el hambre era más fuerte que cualquier deporte. Yo no estaba preparado para aquel escenario y en ese instante se me hizo un nudo en la garganta que me obligó a permanecer en silencio por unos minutos al lado de mi amigo. Rompí el hielo para decirle que lo entendía, que hablaría con el entrenador para ver qué podíamos hacer sobre su caso. Saqué el dinero menudo que traía en los bolsillos y se lo di a mi amigo, él me abrazó enternecido y nos despedimos mientras me acompañaba hasta el frente de su tan humilde hogar. Días después regresé a aquel lugar con la encomienda de hacerlo retornar a los entrenamientos porque el equipo lo ayudaría económicamente y se encargaría de que no pasara más hambre, pero no lo hallé. La familia de Juan Manuel se había mudado para el kilómetro 13 de la autopista Duarte. Conseguí su dirección y llegué a aquel sector todavía más humilde que el anterior. Encontré a Juan Manuel, pero él me dijo que ya no sería posible volver a entrenar natación. Había comenzado a trabajar en un taller de ebanistería con su tío y debía ayudar a su madre con el  sustento del hogar. Ni siquiera intenté convencerlo, su mirada decía que su destino estaba decidido. Le di algunos pesos que mi entrenador y yo reunimos para él. Los tomó agradecido y extendió su mano en señal de sincera amistad. Abracé a mi amigo por última vez y le dije: "Hasta luego Juan Manuel". Nunca más lo he vuelto a ver, pero desde aquellos días nació en mi corazón la firme decisión de luchar en contra de la desigualdad y en favor de la justicia social. Considero conveniente contribuir a la educación de los más necesitados y llevar el mensaje a mis compatriotas de que necesitan alejarse de los vicios: alcohol y juegos de azar, así como de todo lo que los aleje de un mejor porvenir. Ignoro cuántas de esas metas serán concedidas por Dios, pero mientras exista en este plano material confiaré en que la humanidad puede cambiar para convertirnos en una sola raza humana: solidaria, progresista  y unida. Con la ayuda de Dios, si es su voluntad, algún día lo podremos lograr.

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